San Pío de Pietrelcina

  

Los críticos del padre Pío de Pietrelcina se refieren a él como una anomalía, algo extraño, un regreso a los primeros tiempos cuando los cristianos esperaban que los santos hicieran cosas raras. “Pienso que esas leyendas ya las dejamos en la Edad Media”, dijo un observador incrédulo. Sospecho que tenía en mente a santos como José de Copertino que entró en levitación al ver una estatua de la Virgen María. De cualquier modo, los muchos discípulos del Padre Pío lo consideraban santo por su caridad, generosidad y ternura, aunque también por los extraordinarios fenómenos místicos que se le atribuyen.

Todos los días de la vida del Padre Pío sucedió un milagro. Igual que otros santos que realizaban prodigios como Francisco de Paula, el Padre Pío rompía las leyes inviolables de la naturaleza. Aparecía en dos lugares al mismo tiempo para ayudar gente necesitada. Aconsejaba amigos por telepatía mental o por el olor a violetas -que siempre se asoció con su presencia. Leía el pensamiento de la gente y usaba ese poder especial para bromear con ellos. Dejó impresionada a mucha gente en el confesionario describiéndoles todos sus pecados detalladamente. Predijo eventos del futuro, inclusive su propia muerte. Curó a muchos de sordera, ceguera y otras enfermedades incurables. Durante cincuenta años llevó los estigmas de las heridas de Cristo en su cuerpo, que le hicieron sufrir más de la cuenta.

¿Cómo entender la presencia de un personaje tan “medieval” en nuestro mundo contemporáneo? Quizá no debiera extrañarnos tanto que Dios actúe de forma especialmente dramática para llamar nuestra atención cuando ve que perdemos de vista las realidades espirituales. Dios nos mandó al Padre Pío como una luz para asechar a las tinieblas de mitad del siglo veinte y ofrecerle esperanza a un mundo atormentado por la depresión y la guerra.


En 1903, a los dieciséis años. Francisco Forgione entró al monasterio capuchino en Morcone, Italia, donde recibió el nombre de Hermano Pío. Un joven brillante con una personalidad que equilibraba bien la inquietud y la seriedad. Entró de lleno y con todo su corazón al riguroso noviciado de los Capuchinos. Quizá con tan buen ánimo que los siguientes diez años el Hermano Pío sufrió de tantas enfermedades misteriosas que sus superiores le permitieron pasar largas temporadas en su pueblo Pietrelcina con su familia. Inexplicablemente, el vómito, la fiebre y los dolores que le atacaban cada vez que ponía el pie en el monasterio se le calmaban cuando regresaba su casa.

El diablo estaba tan determinado a destruir el ministerio del Padre Pío que desde el inicio mismo le lanzó ataques atroces. Casi todas las noches el enemigo lo sometía a violentas batallas físicas y espirituales que lo dejaban exhausto y muy mallugado. Antes de entrar con los Capuchinos el Padre Pío tuvo una visión similar a la que le dio fortaleza a Perpetua para enfrentar el martirio. Con los ojos de su mente se vio venciendo a un monstruo enorme y horripilante. En la visión un joven le hizo ver su victoria colocándole una corona brillante en su cabeza, en ese momento le vino la promesa de mayores conquistas. La frecuencia de las luchas contra el demonio lo convirtió en un guerrero espiritual muy hábil.

En 1910 se ordenó sacerdote con los Capuchinos. Empezó su ministerio pastoral en Pietrelcina porque sus desconcertantes enfermedades regresaban cada vez que el superior intentaba regresarlo al monasterio. El Padre Pío celebraba la Misa en la mañana en su parroquia, pasaba los días rezando, dando clases a los niños, aconsejando gente y visitando amigos. Impresionados por su piedad, su bondad y gentileza, la gente de Pietrelcina comenzó a considerar como un santo a su joven sacerdote.


Los milagros y los fenómenos místicos alimentaron la fama de santidad del Padre Pío. Es probable que su primer milagro ocurriera durante este periodo en Pietrelcina. Una vez le mandó una bolsa de castañas a su querida tía Daria. Poco después de comérselas se tropezó mientras hurgaba en una bodeguita obscura. Al caerse, su lámpara de aceite prendió la pólvora que su marido guardaba en esa bodeguita. La explosión la tiró al suelo y le quemó la cara. Daria corrió a su casa y se cubrió con la bolsa vacía que Pío le mandó con las castañas. Inmediatamente cesó el dolor y se borró toda huella de quemadura en su rostro.

Poco después Pío realizó otro milagro en beneficio de todo el pueblo. En la primavera de 1913, la cosecha de frijoles de Pietrelcina estuvo a punto de perderse porque se infestó de piojos. Los insectos invadieron los cultivos de todas las granjas del pueblo. Un granjero le pidió al Padre Pío que rezara por su cosecha y en cuanto lo hizo, los piojos saltaron del cultivo y se alejaron ruidosamente. Entonces él se fue con los demás granjeros y con su oración fue limpiando de pijos cultivo por cultivo. Ese año el pueblo tuvo una cosecha de frijoles especialmente abundante y una vez más celebraron a su santo.

Este tipo de eventos le confirmaron a la gente de Pietrelcina que vivían con un santo. Una Misa del Padre Pío podría durar hasta tres horas, pero la gente lo toleraba porque estaban convencidos de que era un santo. Con frecuencia se desmayaba durante la larga acción de gracias después de la Misa, su cuerpo estaba rígido mientras estaba en éxtasis. Hubo una vez que el sacristán pensó que estaba muerto porque tres horas después de la Misa se lo encontró tirado en el suelo. Fue corriendo y le dijo al párroco “¡se murió el monje!”, pero el párroco – que ya sabía lo que estaba pasando, lo calmó y le dijo: “no te preocupes, volverá en sí”.

En el verano de 1916, el Padre Pío visitó el convento de Nuestra Señora de la Gracia, cerca de un pueblito llamado San Giovanni Rotondo en las montañas de Gargano. Se enamoró del monasterio en el que se vivía en especial pobreza y sintió que el Señor le pedía que se quedara a vivir ahí. Por petición del Padre Pío, los Capuchinos lo asignaron permanentemente al monasterio de Nuestra Señora de la Gracia en 1917, donde pasaría el resto de su vida.

Cuando llegó a San Giovanni Rotondo, sucedió un milagro muy significativo para la vida del Padre Pío, y que a veces pasa desapercibido: Se curó definitivamente de la extraña enfermedad que durante 10 años lo afligió cada vez que intentaba irse a vivir a un monasterio. Quizá Dios permitió esta misteriosa enfermedad para conducirlo al lugar que le tenía destinado para servirlo. Durante los siguientes cincuenta años, el ministerio del Padre Pío convirtió el aislado monasterio de San Giovanni Rotondo en un centro mundial de renovación espiritual.


Una serie de eventos místicos que se dieron entre agosto y septiembre de 1918 transformaron el resto de la vida del Padre Pío. El 5 de agosto, un ángel como el que hirió a Santa Teresa de Ávila se le apareció a él y le hirió el alma también. Poco después le describió el evento a su director espiritual: - “Estaba aterrorizado ante la presencia de un ser celestial que pude ver con el ojo de mi intelecto. Tenía en la mano una especie de arma con forma de espada puntiaguda y filosa que parecía que expulsaba fuego. Creí que me moría. - Esta agonía duró hasta la mañana del 7 de agosto. Incluso mis órganos internos se desgarraron y quedaron destrozados por la fuerza de esa arma. Desde ese día me he sentido herido de muerte. Siento en lo más profundo de mi alma una herida continuamente abierta que me provoca una constante agonía”.

Después de celebrar la Misa el 18 de septiembre, estando sentado en el monasterio enfrente de un crucifijo antiguo, el Padre Pío recibió los estigmas. Dice que cayó en un reposo profundo y que un ángel escurriendo sangre de las manos se puso de pie a su lado. “Sentí que me moría”, dijo “y me hubiera muerto si el Señor no hubiera intervenido fortaleciendo mi corazón que estaba a punto de salir disparado de mi pecho. Cuando la extraña criatura me dejó, me di cuenta de que mis manos, mis pies y mi costado estaban perforados y sangrando… La herida del corazón sangra continuamente del jueves por la tarde al sábado. Temo que pueda sangrar hasta la muerte si el Señor no escucha mi clamor y remueve estas heridas de mí. Podría dejar la angustia y el dolor pero que me quite estos signos visibles que me producen tanta vergüenza y una indescriptible e insoportable humillación”.

Dios tendría sus buenas razones para decir que no a las oraciones del Padre Pío. Pero ese no, era un sí para las miles de personas que cambiaron su vida por los milagros que fluyeron de las manos heridas del Padre Pío los siguientes 50 años.


De los miles de milagros que se le atribuyen al Padre Pío, los más célebres e interesantes son las maravillas que ocurrieron en relación con la Marquesa Giovanna Rizzani Boschi, una de sus más dedicadas hijas espirituales.

El 18 de enero de 1905, cuando Pío era un joven monje, estaba rezando en el monasterio de Santa Elia en Piansi, cuando fue milagrosamente transportado a un jardín de una mansión en Udine. Giovanni Battista Rizzani, el padre de familia, estaba en su lecho de muerte mientras Leonilde, su mujer, estaba a punto de dar a luz a Giovanna. Sucedió que Leonilde salió un momento para callar los aullidos de los perros de guardia y ahí en el jardín entró en labor de parto y nació su bebé. Cada vez que Leonilde recordaba ese día memorable, decía que había visto a un joven Capuchino durante el nacimiento de Giovanna. El hermano Pío a su vez, le refirió a su director espiritual que misteriosamente había sido testigo de ese nacimiento. También dijo que antes de regresar al monasterio, se le apareció la Virgen María en el jardín de los Rizzani y que le encargó a Giovanna como a un diamante en bruto para que lo puliera hasta convertirla en una joya brillante y hermosa. “Ella va a buscarte”, le dijo María, “pero antes te la encontrarás en San Pedro”.

Diecisiete años después, Giovanna estaba llena de dudas de fe y fue a la Basílica de San Pedro a buscar un sacerdote que pudiera ayudarle. Un sacristán le dijo que la basílica estaba a punto de cerrar y que no había sacerdotes disponibles, pero en ese momento un Capuchino apareció de la nada, le recibió en su confesionario y le respondió satisfactoriamente algunas de las preguntas que la inquietaban. Después de la confesión, Giovanna esperó al padre afuera del confesionario para saludarlo, pero él nunca salió, parecía como si hubiera desaparecido tan tranquilamente como apareció.

Un día durante el siguiente verano, Giovanna escuchó hablar del Padre Pío y sintió un irreprimible deseo de ir conocerlo a San Giovanni Rotondo. Ya en el monasterio, mientras estaba en medio de la multitud esperando verlo, el Padre Pío se detuvo enfrente de ella y le dijo: “Giovanna, te conozco. Naciste el día que murió tu padre”. Luego se alejó.

A la mañana siguiente, Giovanna, perpleja, fue a confesarse con el Padre Pío. “Hija” – le dijo, “al fin viniste. Te he estado esperando mucho tiempo”.

“Padre, me parece que se equivoca” – dijo Giovanna, “esta es la primera vez que vengo a San Giovanni Rotondo. No sabía que usted existía hasta hace unos días”.

“No, no estoy cometiendo un error”, dijo, “el verano pasado, en San Pedro, le pediste a un sacerdote Capuchino que te ayudara con algunas dudas de fe. Yo era ese sacerdote”.

Entonces Giovanna lo reconoció y su corazón palpitaba intensamente mientras él seguía contando su historia.

“Cuando naciste, la Virgen María me llevó a tu casa, fui testigo de tu nacimiento en el jardín. María me encargó cuidarte y me dio la responsabilidad de ayudarte a crecer en santidad. Me dijo que un día te iba a conocer en San Pedro”.

Estas revelaciones impresionaron profundamente a Giovanna y se convirtió en una de las hijas espirituales del Padre Pío. Pocos años después él la orientó para que aceptara entrar con las hermanas de la tercera orden de San Francisco. Los nuevos miembros de esa orden tenían la tradición de elegir un nuevo nombre y el Padre Pío le puso un nombre muy raro, Jacoba.

“Qué nombre tan feo”, dijo Giovanna, “no me gusta”.

“Te llamarás Hermana Jacoba, le explicó, “porque, al igual que Jacoba, la noble romana amiga de San Francisco, que estuvo presente en su muerte, tú estarás presente en mi muerte también”.

Giovanna recordó esa predicción tan extraña en septiembre 1968, mientras visitaba al Padre Pío en Nuestra Señora de la Gracia. La mañana del 23 de septiembre, tuvo una visión en la que fue transportada a la celda en la que murió el Padre Pío donde ella fue un testigo más. Tiempo después se lo dijo a uno de los monjes a quien le describió la celda, en la que nunca había estado, y le dijo los nombres de quienes le asistieron en la hora final.


Igual que lo hizo con Giovanna, el Padre Pío siempre usaba sus dones excepcionales para ayudar a la gente a avanzar en su relación con Dios. Su influencia en la vida de los demás trajo profundas y duraderas conversiones. No creyentes, ateos, agnósticos y católicos tibios se convirtieron al Señor con una palabra, una revelación o una curación.

Entre cientos de casos sobresale el de Alberto del Fante un periodista que despreciaba al Padre Pío. Publicó artículos en los que definía al Padre Pío como un charlatán que se aprovechaba de gente fácil de engañar. Pocos años después le diagnosticaron una enfermedad del hígado y tuberculosis a su querido nieto Enrico. Los médicos le dieron pocas esperanzas de vida. Algunos parientes le dijeron que habían ido a pedirle oraciones al Padre Pío y que él les había asegurado que Enrico se curaría. “Si Enrico se cura”, prometió, “yo mismo haré una peregrinación a San Giovanni Rotondo”. Estaba seguro de que no sucedería nada, pero Enrico se curó. Impresionado profundamente por la curación milagrosa de su nieto, del Fante fue a Nuestra Señora de la Gracia donde el Padre Pío le ayudó a volver a Dios. Después de su conversión, del Fante se convirtió en un dedicado promotor del Padre Pío y su apostolado.

El Padre Pío se enojaba con frecuencia, cargó con ese defecto toda su vida y además se le agravó el problema por las largas horas en el confesionario y las pocas horas de sueño. Pero aprendió a redimir su falta poniéndola a trabajar para un fin bueno. Usaba su mal humor para ayudar a la gente a que se confrontara con la verdadera situación de su alma. Una vez sacó de su confesionario a una actriz. Se rehusó a confesarla porque había discernido que ella no estaba enfrentado a la realidad de su pecado. “Él es cualquier cosa menos un Santo”, dijo a un amigo. “Es un grosero y mal educado. Nunca quiero volverlo a ver”. Sin embargo, no se lo pudo sacar de la cabeza. “El Padre Pio me persigue” – dijo. “Siento que no estaré en paz hasta que vuelva a hablar con él. La actriz volvió a Nuestra Señora de la Gracia y esta vez, el Padre Pío la recibió amablemente porque ahora estaba enfocada en su relación con Dios. De esta manera utilizó su famoso mal humor como instrumento de evangelización.

El Padre Pio también utiliza su tenacidad a toda prueban para controlar sus sentimientos. Una vez, por ejemplo, una mujer llevó una cesta de mimbre al confesionario. Entre sollozos y chillidos la abrió para enseñarle a su hijo de seis meses, que había muerto en el camino a San Giovanni Rotondo. El Padre Pio levantó suavemente el cuerpo diminuto en sus brazos y oró brevemente. Entonces le dijo a la madre: “¿por qué sigue llorando? ¿No ve que su hijo está durmiendo?" Cuando el bebé volvió a la vida el Padre Pío tuvo que controlarse para no llorar de la emoción. Decía que tenía que recurrir a la tenacidad en situaciones como ésta para impedir que las emociones y la ternura lo abrumaran.

Centrarse demasiado en las maravillas del Padre Pío y los fenómenos místicos que lo rodearon, da la falsa impresión de que vivió una vida anormal, más angelical que humana. Pero mientras nos abría los ojos a las realidades celestiales, mantuvo sus pies firmemente plantados en la tierra disfrutando de las cosas ordinarias de la vida como todos los seres humanos. Hoy en día nos lo imaginamos principalmente como un hombre estigmatizado que hacía milagros maravillosos, pero la gente que lo conoció lo apreciaba más por su bondad, compasión, amor al prójimo, simpatía y sentido común, que por sus milagros. Por ejemplo, cuando se le pidió su opinión acerca de un ladrón que se había robado unas joyas valiosas de una pintura de la Virgen María en una iglesia, respondió, “¿qué quiere que le diga? Quizá ese pobre estaba hambriento y le dijo a la Virgen ¿a ti de qué te sirven estas joyas?, y la Virgen se las dio. Lástima que lo atraparon con las joyas en la mano”.


El Padre Pio veía el sufrimiento como su participación personal en los sufrimientos de Cristo, pero no soportaba el sufrimiento de los demás. Cientos de personas llegaban a Nuestra Señora de la Gracia esperando una curación, y él sabía que sólo algunos recibirían un milagro. Su compasión por los muchos que no podrían curarse milagrosamente le llevó a trabajar por el establecimiento de un hospital de nivel internacional en San Giovanni Rotondo, que podría servir a los pobres. Desde el principio dejó claro el nombre: “Casa alivio de los sufrimientos”.

El Padre Pio trabajó contra toda esperanza para lograr su objetivo de crear un centro médico. Enfrentó obstáculos que habrían desanimado a cualquier otro hombre. ¿Cómo puede un monje con voto de pobreza construir un hospital sin dinero, en una ciudad pobre situada en una montaña inaccesible? El Padre Pio lo hizo por la fe y con un pequeño ejército de amigos. Sus socios le ayudaron a recaudar dinero, a diseñar y construir los edificios y a conseguir personal médico de alto nivel. Cuando la “Casa alivio de los sufrimientos” se abrió en 1956, muchos observadores creían que no podría sobrevivir debido a su ubicación en una montaña desolada. Sin embargo, el Padre Pío creía lo contrario. Cuando inauguró el primer edificio, dijo: “Por el momento ‘Casa alivio de los sufrimientos’ es una semilla semillita, pero que se convertirá en un roble poderoso, será un hospital como una pequeña ciudad y un centro para estudios clínicos de importancia internacional. La profecía se ha hecho realidad. Hoy en día el hospital es un próspero centro cuya construcción se asemeja a una pequeña ciudad.

La compasión práctica y concreta del Padre Pio y su genio empresarial desafían a quienes lo consideran como un ser medieval y extraño. Su amor por el prójimo lo convierte en un ícono moderno del amor inagotable de Dios por los seres humanos y de su determinación para rescatarnos.


Tomado de: Mystics and Miracles by Bert Ghezzi