Un encuentro imaginario con Juan Diego

  

A continuación encontrará un fragmento de un encuentro imaginario con Juan Diego Cuauhtlatoatzin.

Juan Diego

Precisamente antes del amanecer, cuando la noche y el día se encuentran, es para mí el tiempo más hermoso de todo el día. Es un tiempo en que el sueño está todavía en nuestros ojos. El aire tiene una frescura que te sobresalta. Yo despertaba antes que los pájaros comenzaran a saludar al sol de la mañana con su música. Tenía que dejar la casa en ese momento para poder llegar a la colina del Tepeyac y estar allá para que la luz de la mañana iluminara mis ropajes con su calor. Podía sentir lo que los hermanos franciscanos llaman el abrazo del hermano sol. ¿Quién no iba a llenarse de esperanza cuando estaba empezando otro día de vida? Muchas personas todavía estaban sufriendo y muriendo de enfermedades extrañas pero, en esos momentos, yo sabía que no estábamos solos.

El camino a Tlatelolco estaba casi a catorce millas, según la manera en que tú las mides, pero yo me sabía el camino de memoria. Normalmente era uno de los primeros que llegaban a la misa y a las instrucciones de la fe cristiana. Ahí, en la quietud de la capilla, iba a hablar con Jesucristo acerca del día, de mis preocupaciones familiares y de las de mi pueblo. Allí podía abrir mi corazón a Dios y sentir su amor por mí. Caminando de regreso a mi casa, me detenía a visitar a mis amigos que vivían por el camino, tomaba cualquier bebida fresca que me ofrecieran. Los olores de lo que cocinaban durante la mañana eran muy agradables. Recuerdo con mucho gusto aquellos momentos. Pero, veo en tus ojos que quieres conocer qué hubo de especial en aquella mañana, cuando ella, la Santísima Madre de Dios, vino a visitarme. Tú ya sabes demasiado. Déjame compartirte algo más.

La mañana de aquel día era igual que todas las demás. Escuché que los pájaros cantaban con más hermosura que de ordinario, pero enseguida escuché que una voz muy tierna pronunciaba mi nombre. Pensé que estaba soñando. Miré alrededor para ver quién andaba por ahí. La voz de la mujer me habló en el lenguaje de nuestro pueblo. Me acordé de la voz de mi madre cuando era muy joven. “Juantzin, Juan Diegotzin”, me dijo la voz. Incluso ahora, al recordar aquel momento, mis ojos se llenan de lágrimas. Me habló con tanta amabilidad que me hizo sentir amado de una forma muy especial. Ella me llamó, “el más pequeño de mis hijos”. Su tierna voz era como una caricia dulce que me llenaba de enorme deleite. Su voz y su amor me animaron a hacer cualquier cosa que me pidiera. Me envió con el obispo fray Juan de Zumárraga para darle el mensaje. Yo solamente quería que las otras personas tuvieran el mismo sentimiento, el mismo amor que fluía por medio de mí. Me veía a mí mismo como un simple sirviente sin importancia, a las órdenes de tan noble señora. Yo la llamé Niña Linda, porque es alguien muy querida para mí. ¿Me comprendes?



Tomado de Santos Americanos, por Arturo Pérez-Rodríguez y Miguel Arias.