Dios eligió a María

  

Nuestra fe católica nos enseña que María fue virgen antes y después del nacimiento de Jesús. Las vírgenes eran mal vistas en la sociedad judía de la época. El nacimiento del Salvador de una virgen que vivía en una aldea insignificante fue una señal poderosa del amor especial que Dios tiene por la gente más humilde del mundo.

Cuando a María se le pidió que se convirtiera en la Madre del Salvador, tenía la completa libertad de aceptar o rechazar la oferta. Su respuesta: “hágase en mí” fue un gran acto de fe porque no entendía claramente lo que estaba sucediendo y además sabía que tendría que superar enormes dificultades.

Porque ella respondió que sí al anuncio del Ángel y accedió a convertirse en la Madre de Jesús, la iglesia la declaró Madre de Dios. Y dado que ella fue la primera en decir que sí al Mesías, la iglesia la ha declarado Madre de la Iglesia.

María es muy especial para los católicos. Sentimos una cercanía especial hacia ella por su papel en la historia de la salvación y por su proximidad a Jesús. Veneramos a María porque sabemos que ella puede acercarnos a Dios.

Todos los papas del siglo XX proclamaron algo maravilloso sobre María. Pablo VI la declaró Madre de la Iglesia. Así como las madres dan a luz, alimentan y educan a sus hijos, María nos da a luz, nos guía y desarrolla nuestra vida espiritual. Ella está incesantemente intercediendo por nosotros ante Jesús y nos brinda un ejemplo de cómo llevar una vida santa.

La santidad de María fue el resultado no sólo de un regalo especial de Dios, sino también de su cooperación continua y generosa a la acción del Espíritu Santo. Contemplemos y admiremos a María—dijo el Papa Pablo VI, porque ella fue “firme en su fe, pronta en su obediencia, simple en la humildad exultante en la alabanza al Señor, ardiente en la caridad, fuerte y constante en el cumplimiento de su misión”. (“Signum Magnum: carta sobre la Virgen María”, el 13 de mayo de 1967).